Es casi la hora de la cena de Pésaj y sus invitados se reúnen y cambian sus intereses del Seder a la sopa. En ese momento, usted señala hacia los símbolos: Pésaj, matzá y maror, y así da inicio a la comida con lo que en la antigüedad se consideraba “el aperitivo”.
Según el Talmud (Tratado Pesajim 116), la explicación de esos tres símbolos de Pésaj es un elemento esencial de un Séder. Este es uno de mis momentos favoritos en el Séder, porque en nuestra casa preparamos y ofrecemos entre 6 y 12 tipos diferentes de jaróset de muchos países y etnias judías, y algunos incluso yo misma los invento, ¡siempre que sean pastosos y contengan alguna medida de Manischewitz!
Pero esa costumbre de comer jaróset siempre es un momento extraño; porque, de una parte, es tan dulce y afrutado y delicioso, y al mismo tiempo, también se supone que sea el símbolo de nuestra opresión. Esa cosa tan rica que comemos es también el mortero que usábamos como esclavos obligados a hacer ladrillos. Ese preparado dulce se come con un trozo de rábano picante y amargo.
La Torá nos dice que nuestros antepasados comían el sacrificio del cordero pascual, junto con matzá y maror. En nuestros días, cuando ya no se hacen los sacrificios, comemos jaróset en lugar del cordero, combinándolo con matzá y maror en el famoso “sándwich de Hillel”. El ritual se llama “kórej” – “mezcla”. Qué extraña costumbre la de comer algo tan amargo y algo tan dulce en un solo bocado. La idea es que los tres sabores -la matzá de la aflicción, la hierba amarga y el dulce jaróset- se mezclen en nuestra boca.
Dulce y amargo al mismo tempo – como nues- tras vidas antes de la redención. Es la dulzura de las formas en que hemos reaccionado durante esta pandemia y nos hemos acercado los unos a los otros, mezclada con la amargura de otro año de Seder por zoom, sin la familia extendida y los amigos alrededor de la mesa.
Maror comido con jaróset. Siento la amarga dulzura al poner el mantel de Pésaj que mi madre, de bendita memoria, bordó para mí como regalo de bodas. ¿Acaso no sentimos todos la amarga dulzura de un apreciado plato de agua salada o de los candelabros hereda- dos, cuando dejamos la silla vacía donde un estimado padre, cónyuge o hijo se sentó una vez cantando el Jad Gadyá? A medida que envejecemos, cada Seder conlleva más y más recuerdos y el sabor del maror de esos recuer- dos no se desvanece con el tiempo, sino que permanece en la lengua.
Pero entonces sentimos el jaróset en la misma lengua: cuando un niño o niña hace las cuatro preguntas por primera vez, cuando un com- pañero no judío participa más animadamente este año que el anterior; cuando tu asado sale perfecto o tu Seder cura una pelea familiar, o lideras por primera vez el Seder y descubres que no te saliste tan malo.
Vivir en el equilibrio entre la abundancia y la pérdida es la razón por la
que comemos maror bañado en jaróset. Mezclamos lo amargo con lo dulce para encontrar ese fino balance en nuestras propias vidas. Todos tenemos momentos “kórej”, la mezcla de alegría y dolor tan profunda que puede hacernos perder el equilibrio. Nuestra tarea es siempre encontrar el término medio entre las alegrías que nos regala la vida y las penas que nos produce la vida y vivir de alguna manera en un punto intermedio.
Estar abierto a la posibilidad de lo agridulce es aceptar la ambivalencia: la capacidad de tener dos emociones contrastadas y opuestas sin renegar de ninguna. Es esa capacidad la que reconocemos en lugar de rechazar el carácter mixto de toda experiencia humana que simboliza el kórej.
Este es, pues, el mensaje de Pésaj: nos redimimos cuando vivimos nuestra amargura con un equilibrio de dulzura, y cuando aceptamos que nuestra dulzura tendrá algún día amargura. Este es un mensaje tan relevante en nuestro tiempo de pandemia, en nuestro segundo año de estar por Internet, en nuestro distanciado Pésaj que decepciona y a la vez eleva.
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Rabina Elyse Goldstein trabaja en el City Shul de Toronto, Canadá.
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