¿Por qué quedarse con el kreplaj cuando puedo tener también el pescado cocho?
Por: Yael Cobano
Estoy siendo testigo privilegiada de un nuevo encuentro entre culturas en España, y por estas no me refiero a la judía con otras, sino dentro de la judería española, que está teniendo reflejo en mi comunidad: la comunidad judía reformista de Madrid.
Ese encuentro que pone en duda qué es lo judío me hace recordar que lo judío es el encuentro de culturas. Teniendo en cuenta que el encuentro de culturas se ha producido muchas veces; sin embargo, hacía tiempo que este encuentro no se vivía en este lugar del mundo y cuando se dio, entiendo que no sucedió con la impronta que voy a relatar porque el curso de los acontecimientos históricos era otro.
Es en mi joven beit hakneset, la Comunidad Judía Reformista de Madrid, de tan sólo siete años de andanza, donde la mixtura se viene dando fluidamente. Entre nuestros miembros y asiduos hay personas de distintas nacionalidades portando, a su vez, variadas tradiciones judías: sefardí marroquí, sefardí turca, mizrají y ashkenazí de distintas procedencias. Todos sabemos: un ashkenazí argentino no es igual a un ashkenazí estadounidense; no lo es en lo relativo a la idiosincrasia, y tampoco lo es en cuanto a liturgia o gastronomía, por poner algunos ejemplos. La evidencia parece decirnos que no hay una uniformidad en lo judío.
Así, alegremente en esta comunidad, hemos venido poniendo en valor costumbres y melodías, que pasan por distintas tradiciones, mixturando lo que hemos creído firmemente que es de todos, y no sólo de algunos: el acervo de las muchas judeidades que somos.
Hasta cierto punto hemos sentido que no éramos ni una cosa ni la otra, y con ello hemos tenido cierto grado de incomodidad, como si tuviéramos que decantarnos hacia una definición; al andar, a esta incomodidad la hemos hecho parte de nuestro ohel, de nuestra tienda.
Y toda esta rica dimensión de lo judío se ha acentuado, cada vez más. El encuentro entre los judíos locales y los migrados por motivos económicos y sociales de judíos de distintas partes del mundo, especialmente de Sudamérica, pero también de América Central, Turquía y Estados Unidos, ha permitido que cada una de estas personas comparta su bagaje impactando así en la dimensión de lo judío.
Pero esto, que hoy parece natural y fluido, y que se va dando de a poco, no ha sido la tónica habitual aquí en tiempos recientes. No es la intención en este artículo entrar en profundidad en lo histórico sino más bien relatar cómo el curso de la historia una vez juntó a judíos de distintas procedencias y tradiciones para luego separarlos o, mejor dicho, compartimentarlos.
España tiene un recorrido histórico reciente en cuanto a vida judía moderna. Durante quinientos años después de la expulsión de los judíos por los Reyes Católicos no hubo vida judía y esto no es baladí; y no fue hasta la Constitución de 1869 que se permitiría a los no católicos vivir en España. Con ella, algunos judíos se fueron instalando de a poco.
Los pioneros que se establecieron en España en la primera década del siglo XX, y que serían la fuerza pujante para la futura Comunidad Israelita de Madrid, se llamaban Weisweiller, Bauer, Salzedo, Gommes, Camondo, Mansberger, Farache, Pereire. Ellos construyeron juntos. Si bien los rezos se venían haciendo en casas privadas de los banqueros Salzedo y Farache, entre otros, finalmente con el apoyo de Bauer Landauer y los Krauss, se inauguró el Midrash Abarbanel en 1917[1]. Y este lugar hospedó el rito sefaradí y el rito ashkenazí. Aún en ritos diferentes pareciera que estaban a una.
Con la II República y hasta la II Guerra Mundial, llegaron a España cientos de judíos alemanes y polacos huyendo del régimen nazi. En los primeros años de la dictadura de Franco, 1939 y siguientes, el catolicismo dificultó la vida judía en diversos aspectos. Se prohibió la libertad de culto así que ni los rezos ni las festividades judías fueron permitidas y se volvió a usar casas privadas. En 1948, Bauer, Lawenda y Cuby consiguieron abrir otro oratorio, que volvió a reunir a los judíos de distintas tradiciones culturales.
Si dentro del mismo edificio había la convivencia de dos ritos “cuando se podía”, esto nos habla, más bien, de una época de supervivencia. La fuerza por sobrevivir y dar una dignidad a la variada colectividad judía del momento hacía que lo mismo oficiase un rabino sefaradí para un Rosh Hashaná, gracias a la generosidad del Templo Emanuel de Nueva York, que un rabino ashkenazí, chaplain de la Armada estadounidense. Pareciera que todas estas situaciones vividas y los acontecimientos políticos y sociales permitieron ser más creativos a la hora de trabajar por un fin común: la supervivencia de la propia colectividad.
La dictadura quería congraciarse hasta cierto punto con los judíos españoles de origen sefaradí, pero recelaba muchísimo de los que sin tener nacionalidad española habían emigrado por pensarles agentes que maniobraban con otros intereses. Hasta tal punto que uno de sus requisitos para dar permiso a la constitución de la Comunidad Sefardita de Madrid en 1955 fue que todos los miembros del comité directivo fueran judíos sefaradíes con nacionalidad española o sefaradíes del Protectorado español de Marruecos. Quizás este factor podría haber empezado a determinar tímidamente una prevalencia de un grupo sobre otro.
La década de los sesenta fue muy importante para el desarrollo de la vida judía en Madrid porque España pasó de ser un estado confesional católico a la aprobación de la ley de Libertad Religiosa en 1967. Y con la independencia de Marruecos y el fin del Protectorado español llegaron oleadas de judíos sefaradíes. Tal como menciona el libro Ledor Vador, los nuevos líderes soñaban con una comunidad hebrea en Madrid que reviviera las tradiciones del pasado glorioso del judaísmo español.
Entre 1973 y 1976, judíos de Argentina, Chile y Uruguay emigraron a España. También
a principios de los noventa y 2001, pero ahí solamente con judíos de origen argentino, con una vivencia cultural judía fuerte, y marcados por figuras rabínicas conocidas. Según Ledor Vador, “los judíos latinoamericanos eran inicialmente reacios a unirse a la comunidad existente porque la veían demasiado tradicional y religiosa”. La misma reticencia, manifiesta esta obra, la tuvo la comunidad que ya era local. Cita textualmente: “Desde un punto de vista objetivo la integración sería mutuamente enriquecedora pero la gente estaba cautelosa acerca de la convergencia de dos diferentes visiones y culturas: la mayoría de la Comunidad Judía de Madrid que tenía un bagaje sefaradí marroquí, y sus familias, eran religiosa y culturalmente opuestas a la de aquellos argentinos de la diáspora”.
Los espacios comunes fueron fundamentalmente el colegio judío y Maccabi. Pero fíjense que hablo de compartir espacios comunes aunque esto no necesariamente implicó, ni implica en la actualidad, compartir culturas comunes, expuestas y manifestadas para recibir y confirmar la existencia del otro. Y diría que no tengo juicio hacia ello. Simplemente ocurrió así.
Tampoco podría determinar en qué medida uno no dejó espacio al otro y viceversa o si, en definitiva, se decantaron por preservar “cada uno lo suyo”. Insisto, no hay juicio en ello. Sin embargo, si esta composición sistémica mantuviese estas compartimentaciones exclusorias esto haría peligrar nuestra supervivencia a medio y largo plazo.
Hay exclusiones que proceden del judaísmo que encarna el discurso único, que se aferran a la verdad como si fuera única; y hay otras exclusiones que pasan por dimensiones insospechadas, como la que parte de la gastronomía, siendo que la calidad de la comida del otro forma parte del humor judío: “¿Cómo voy a compartir comunidad con alguien que no sabe lo que es un kreplaj?”. Esta exclusión, que fue real, no se hizo únicamente hacia lo sefaradí sino también hacia aquel judío por elección al que nadie le había contado esta dimensión de lo judío. Viene a ser algo así como: “no te voy a dar a probar el kreplaj, no te contaré qué es y lo que me evoca; en cambio, voy a arrojártelo a la cara, te culpo por no conocerlo y, además, es el motivo perfecto para excluirte de mi espacio”.
Para otros, la dimensión de lo judío pasa por el meldar[2]; de ahí que en nuestra judería también sea el motivo de exclusión del otro, y excusa para no compartir espacios de oración, es “no meldan como nosotros”; o, “no hacéis la tefilá como yo recuerdo de mi infancia con mi bobe”. Todos estos dicen: “esto que hacéis se corresponde con lo que soy pero siento que cambio o traiciono a mi familia y sus memorias”.
Cierto es que la identidad se construye en gran parte por las memorias aferradas. Dice el escritor Jonathan Safran Foer, en su obra Todo está iluminado: “Los judíos tienen seis sentidos. Tacto, gusto, vista, olfato, oído… y memoria. Mientras que los no judíos experimentan y procesan el mundo a través de los sentidos tradicionales, y usan sólo la memoria como recurso secundario, para los judíos la memoria no es secundaria en el pinchazo de un alfiler, en su brillo plateado o el sabor de la sangre que sale del dedo. El judío se pincha con un alfiler y se acuerda de otros alfileres. El lugar del pinchazo evoca otras pinchazos- cuando su madre le trató de arreglar la manga teniendo la prenda puesta, […] cuando Abraham probaba su cuchillo para cerciorarse de que Isaac no sentiría dolor- porque el judío es capaz de saber por qué duele. Cuando un judío se encuentra con un alfiler, se pregunta: ¿qué recuerdo tiene?”.
Y no lo niego. Resulta que es bello tener arraigo a las tradiciones y memorias de uno. Sin embargo, el apego excluyente surge cuando las judeidades que tienen la verdad consigo consideran que el modo judío es lo que ellos hacen; los que no hacen como ellos ya no es el modo judío y además este argumento es usado para la exclusión, la negación o el desprecio. Mi pregunta aquí sería: ¿qué es el método judío sino quedarse con todo y decir que siempre lo hicimos así? Ojalá ese alfiler que pincha nos evocase la mixtura que colectivamente somos.
Si en mi comunidad pasamos de un núsaj[3] a otro; si tenemos guefilte fish junto al pescado cocho; si se oye “Gut Shabbes” o si sacamos a lucir los cantos sefaradíes para el seder de “Rosh Hashaná”; si celebramos Mimona cuando tan sólo unos pocos conocemos esta tradición marroquí que viene al fin de la fiesta de Pésaj, lo judío puede ser el encuentro, la exposición de nuestras muchas culturas judías. Y esto que a unos les puede parecer un refrito, para otros es la vivencia del crisol cultural que somos. Hablamos mucho de lo obsoleto que es eso de las denominaciones en el judaísmo pero vamos a tender la mixtura en contextos de diversidad y a que lo obsoleto sea la homogeneidad.
Justamente comencé diciendo que estoy siendo testigo privilegiada de un nuevo encuentro de culturas que quiere construir una nueva judeidad que incorpore a todos, con una disposición a la otredad. No anular al otro, porque lo haga distinto sino precisamente abrazarlo. Sólo puede haber un nuevo judaísmo en esta mixtura si todos se abren a la bella tradición judía del cambio.
Me parece que la otredad es la conciencia plena de que el judaísmo nunca fue igual, que pudo subsistir aceptando la existencia del otro: del local, del que ya está, y del que llega, y trae consigo. Esta otredad no es sólo -si me permiten la redundancia- la del otro, sino también nuestra otredad percibida por otros. Hay otredad, se mire por donde se mire. Quiero revisar un gran antecedente cuando se mixturan tradiciones.
“Cuando la Torá fue olvidada en Israel, Esdras la restauró; cuando se la olvidó nuevamente, Hillel vino de Babilonia y la restableció”[4].
¿Cuánto del judaísmo del periodo de la reconstrucción- época del II Templo- es de la tradición babilónica traída por los exiliados que la hicieron suya para luego hacer con ella la tradición de todos? No hubo posibilidad de subsistencia sin cambio de la realidad.
Decía el Rabino Damian Karo en su artículo en esta revista[5]: “El modelo judío es el de la renovación y adaptación. Es de esta forma que el judaísmo consiguió hacer las transiciones de una época a otra; de la del Primer Templo a la del exilio, de este a la restauración del estado y el tiempo del Segundo Templo, de ahí al judaísmo Rabínico, del Rabínico al Medieval, del Medieval a la Emancipación”, por nombrar solamente algunas. En cada transformación se redescubría y se redefinía lo judío.
¿Cómo es posible que cuando estaba en juego la supervivencia y el construirse dignamente había creatividad para la mixtura y en tiempos de cierta estabilidad pongamos las brechas?
Lo que esta cita de Suká 20a sugiere es que sostener el judaísmo después del exilio, no fue sostener el judaísmo, sino sostenerse: supervivencia. Sostener el lugar de culto, el centro espiritual, es sostenerse como pueblo porque si no te devoran los de afuera. La reconstrucción del templo tuvo que ver con emerger en medio de la dominación para no terminar devorado por la cultura del otro. Si olvidamos la Torá es porque ya no estamos y olvidamos judaísmo.
Comencé diciendo que soy testigo privilegiada de un nuevo encuentro entre culturas en dentro de la judería española, con similitud a aquel que se produjo a finales del siglo XIX y principios del XX, y que está teniendo reflejo en la comunidad judía reformista que fundé.
Probablemente lo reformista posibilite un marco de intercambio y convivencia porque la convivencia con el otro puede transformarme a mí y producir una nueva cultura, común a todos, pero igualmente nueva. Eso es propio del reformar, en cuanto que no hay temor al cambio, sino que el cambio es lo buscado.
Pero lo que presencio en mi comunidad, que se encuentra en construcción y que está naciendo con personas con raíces y orígenes distintos, es que el componente que lo hace posible no es el reformista, sino lo humanista. Lo que diferencia es una idea mucho más universal. Es reconocer al otro como otro, que es independiente de su tradición y raíces judías. Lo judío que reconoce en el otro un igual, más allá de las diferencias, no es la diversidad judía, sino el componente humanista de reconocer al otro. Ese es el verdadero desafío. La sensación es que una colectividad que nació mixta en el encuentro de culturas hoy no lo sea más parece decirnos que se perdió la mirada del otro y solamente reconocen a los iguales. La oportunidad de supervivencia de esta experiencia judía no pasa por seguir trayendo diferentes sino por seguir reconociéndonos como iguales en la diferencia siempre, desde el primer día, evidenciando lo humano.
Los que venían del exilio de Babilonia, no dejaban a Babilonia atrás, la traían. No anular al otro, a la diferencia. En el respeto por la diversidad y la convivencia se refleja el componente humanista. Lo importante no es lo judío en primera instancia, sino que lo primero es reconocerte como ser humano con tu dignidad; después vemos cómo hacemos.
Y en última instancia no es el judaísmo lo que estamos salvando sino a la humanidad. La idea de hacer un esfuerzo por convivir en la diversidad y reconocer la dignidad del otro no crea una comunidad judía reformista, sino que sostiene lo humano. Y, por cierto, el frontal humano siempre estuvo a la cabeza de la idiosincrasia judía. De hecho, el riesgo de los otros es olvidarse de lo humano y quedarse en la minucia -que no su grandeza- de cierta halajá. Si la experiencia mixta está puesta donde las cosas surgen y se van acomodando; si la preeminencia está puesta en la dignidad del otro, la supervivencia de la Torá está garantizada.
Emmanuel Lévinas propone un nuevo humanismo en su obra “Humanismo del otro hombre”[6]. El intento de Lévinas se resuelve en pensar a partir del otro: concebir la exterioridad como condición y origen de todo pensamiento. El Otro es inconmensurable, es lo absolutamente otro, y es siempre anterior a la propia subjetividad.
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Yael Cobano es estudiante de rabinato en el IIFRR – Instituto Iberoamericano de Formación Rabínica Reformista – y fundadora de la Comunidad Judía Reformista de Madrid. Es abogada, con una maestría en análisis de inteligencia.
[1] Ledor Vador, Ledor Vador, 100 años de vida judía en Madrid, editado por la propia Comunidad Judía de Madrid (CJM).2017.
[2] Rezar en judeo-español.
[3] Padrón litúrgico.
[4] Suká 20a
[5] “Hacer cualquier cosa”. Damián Karo. Devarim 35, abril de 2018.
[6] Humanismo del otro hombre. Caparrós Editores. 1993.